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Seiya se elevo, delante de él estaba Apolo listo para erradicar a toda la humanidad, a su espalda estaba Saori, Atena, su diosa, aquella mujer por la cual había luchado una y otra vez sin descanso, por la que seguiría luchando hasta que su cosmos se extinguiera y fuera solo un susurro entre las estrellas.
Era por ella, por sus amigos, por su hermana que seguiría luchando. Fue por ellos que extendió el brazo y sin sentir ningún atisbo de miedo se preparó para golpear al Dios Sol, antes de ello, un destello azul captó su atención.
En una fracción de segundo aquel destello creció para convertirse en una armadura que cubrió su cuerpo, como siempre, aquel ropaje divino le quedaba hecho a la medida y una nueva oleada de fuerza, con su cosmo ardiendo al máximo, golpeó el rostro de Apolo.
La oscuridad lo invadió, una vez más su alma comenzó a vagar entre las sombras, mientras que el Dios Apolo miraba atónito la sangre que le goteaba del rostro.
Así un humano pueda vencer un dios, sin ser castigado.
Una luz intensa bañaba aquel hermoso prado en dónde el pegaso de este era despertó, no recordaba como es que había llegado ahí, ni a dónde iba con exactitud, no importaba, era un paraje sin igual.
Seiya se levantó de la hierba que lo rodeaba, el ambiente era cálido y perfecto, sentía con gusto los rayos del sol sobre el rostro, sonrió sin saber porque al cielo y luego miro al otro lado del estanque cristalino que lo rodeaba, ahí se encontraba una bella joven de cabellos lilas que lo miraba fijamente.
No sabía decir porque, pero en la mirada de esa joven había una extraña nostalgia, parecía muy afligida, sin embargo, al toparse con la mirada del caballero, esbozo su mejor sonrisa.
—¡Ah, perdón! ¡Es tan bello aquí! —expreso el japonés con la voz ronca— Me recuerda algo, aunque nunca he estado aquí... La luz de las ondas parece tan placentera.
Desvió un momento la mirada, había algo en aquel estanque que, cómo dijo, le era familiar, cómo si hubiese estado ahí mucho tiempo. Seiya salió de sus pensamientos al escuchar la voz de la joven.
—Esta bien —el tono de la chica era apacible, aunque tranquilo, destilaba un gran pesar—. No hay nadie aquí más que yo... —vacilo, miro con más atención al chico, quería grabarlo en sus retinas para siempre— Solo espero que encuentres a quién buscas.
Seiya parpadeo confundido, no había dicho que estaba buscando a nadie, ladeo la cabeza con curiosidad, al dar un paso más la chica retrocedió, era una señal. Debía irse, su presencia quizá no era grata, era más que claro que una joven como ella tenía que estar esperando a alguien, su estadía ahí estorbaba.
Seiya inclinó la cabeza ante la mujer, ella le devolvió el gesto mordiendo su lengua para no decir una palabra más. No podía. No debía. Seiya se obligó a caminar, uno, dos, tres pasos, así hasta los diez metros de distancia, al volver su cabeza para verla una última vez, ella ya no estaba ahí.
Siguió su camino sintiéndose perturbado, su cosmo le gritaba que debía volver, esa mujer era especial, pero no, no podía. Era un caballero de Atena, la única mujer a la que le debía pleitesía era a ella, su diosa, aunque jamás pudiera verla.
Saori se oculto tras las puertas de su casa, cayó contra la puerta ahogando sus lágrimas, no podía romperse una vez más. Seiya y sus demás caballeros estaban a salvó, no la recordaban, era lo mejor.
La joven se puso de pie después de un momento, su cosmos ya no podía arder como antes, Artemisa y Apolo la debilitaron, poseía muy poco poder, pero, ¿acaso no fueron los caballeros quienes le enseñaron que, mientras su cosmos ardiera, así fuera muy poco, se podían hacer milagros?
Ella era Atena, la hija del Dios del cielo, diosa de la guerra, no necesitaba un milagro, ella los creaba, e iría por el primero de ellos.
Era momento de regresar al Santuario.
