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Lewis realmente amaba esta nueva etapa de su vida: ser profesor de primaria. Había algo profundamente reparador en enseñar a niños pequeños, en guiarlos con paciencia a través del idioma, en ver cómo se encendía una chispa en sus ojos al entender algo nuevo. Pero, sinceramente, lo que sí odiaba con el alma era despedirse de sus tan preciadas vacaciones. De verdad.
Cuando tomó la decisión de alejarse del mundo de la Fórmula 1, sabía que no sería fácil. Había vivido toda su vida con el rugido de los motores marcando el ritmo de sus días, con la adrenalina cosida a la piel como una segunda naturaleza. Decir adiós a eso era como despedirse de una parte de sí mismo.
Aun así, tenía claro que si no lo hacía en ese momento, el precio sería más alto después. No le gustaba revolver el pasado ni recordar cómo terminó todo. Prefería aferrarse a las despedidas sinceras, a los abrazos finales, a los buenos momentos que aún brillaban sin mancha. Pero por las noches, las pesadillas no lo dejaban en paz.
Jos Verstappen. Un hombre egoísta, soberbio, cruel hasta lo más hondo de su ser. Lo suyo había comenzado como una rivalidad común, de esas que el automovilismo vive año tras año. Pero lo que siguió fue otra cosa.
Los límites fueron difuminándose hasta desaparecer. Primero vinieron los comentarios disfrazados de profesionalismo: sobre su estilo de conducción, sobre sus decisiones en pista. Después, sobre su apariencia. Y, finalmente, sobre su color de piel.
Lewis nunca supo en qué momento exacto todo se quebró. En qué curva dejó de ser un simple adversario para convertirse en el blanco de una hostilidad personal.
Amaba el deporte con cada fibra de su cuerpo, pero ese cambio amargo fue la razón por la que decidió alejarse.
Ahora vivía una vida tranquila. Demasiado tranquila, a veces. En su departamento amplio, moderno, con Roscoe como su fiel compañero y todas las comodidades que el dinero podía ofrecer.
Al principio le costó. Más de lo que esperaba. Decir adiós era una cosa; reinventarse, otra muy distinta. Pasó semanas sin rumbo, tratando de entender qué quería hacer, o mejor dicho, quién quería ser fuera del mundo de las carreras.
Y en medio de ese vacío, se encontró con una certeza: amaba a los niños. Siempre le habían transmitido una especie de paz honesta. Quizá, pensó, podía enseñarles inglés.
Cuando descubrió que una escuela en Mónaco buscaba un profesor de inglés, no lo dudó. Se postuló. ¿Y qué colegio iba a rechazar a un tres veces campeón del mundo como maestro?
Lo más difícil fue mantener su nueva vida lejos del ojo de la prensa. Pero con discreción y algo de suerte, lo logró. El año anterior había trabajado como profesor suplente, solo un semestre, para tantear el terreno. Esta vez, sin embargo, sería diferente. Este año sería su primer ciclo completo como maestro. Y, aunque no lo admitiría en voz alta, estaba nervioso.
Con desgano se levantó esa mañana y comenzó a prepararse.
¿Qué clase de niños me tocará este año? pensó, sintiendo cómo una pequeña chispa de ansiedad le subía por el pecho.
Lo que más le gustaba de Mónaco eran las vistas: ese delicado equilibrio entre lo rural y lo urbano, entre lo vibrante y lo silencioso. Su escuela quedaba algo alejada del centro, pero logró llegar a tiempo. Mientras cruzaba el umbral del edificio, ya podía oír el bullicio infantil llenando los pasillos como una melodía viva.
Lewis se consideraba un profesor estricto, pero apasionado. No quería que sus alumnos solo memorizaran; quería que entendieran, que disfrutaran el proceso. Sabía lo abrumador que podía ser aprender otro idioma, y por eso quería estar allí para guiarlos.
Cuando llegó a su salón, encontró a unos quince niños riendo y charlando. Entre todas esas caritas redondeadas por la niñez, hubo una que le resultó inquietantemente familiar. No pudo ubicarla de inmediato, así que la dejó pasar.
Aclaró su voz.
—Buenos días, niños —dijo con firmeza.
El silencio fue inmediato. Todas las miradas se clavaron en él, algunas con asombro, otras con auténtico desconcierto.
En el colegio circulaban rumores de que una figura famosa se uniría al personal, pero nadie pensó que fuera cierto. Hasta ahora.
Entre todas esas caritas sorprendidas, una destacaba: pelo rubio, muy rubio, y unos ojos azules que brillaban de admiración. Lewis lo miró por un segundo más. Suponía que el nisabía quién era. Tal vez un pequeño fan.
—Seré su profesor este año —continuó—, y también les enseñaré inglés.
—¿Usted es famoso? —preguntó un niño. Los demás asintieron, con curiosidad ansiosa.
—Sí... se podría decir que sí. Pero ya no.
—¿Por qué ya no?
—Porque esa etapa ya terminó —respondió con una sonrisa tensa, mientras se aclaraba la garganta.
—Bueno, ¿por qué no nos presentamos todos? Empezaré yo: me llamo Lewis Hamilton, tengo treinta y cuatro años y me gustan los animales.
Al mencionar su nombre, varios niños soltaron un pequeño jadeo; otros arrugaron el entrecejo, intentando identificarlo entre las figuras que conocían de la televisión o internet.
—Sigamos hacia la derecha. Tú —dijo, señalando al niño que aún lo miraba fijamente.
El pequeño, con esa misma expresión de admiración, se levantó de su asiento.
—Me llamo Max Verstappen, tengo nueve años y me gustan los autos —dijo con una voz rasposa, algo tímida.
La sonrisa de Lewis se borró con una lentitud casi imperceptible.
—¿Verstappen dijiste?... ¿Como Jos Verstappen? —preguntó, intentando mantener el tono neutro, aunque una leve tensión se coló en su voz.
—Sí, es mi padre —respondió Max, forzando una pequeña sonrisa.
