Chapter Text
William Vachiravichanont no vivía; ejecutaba una performance.
Su vida no era una existencia orgánica sujeta al vaivén emocional de los mortales, sino una agenda inquebrantable, tallada en los mármoles fríos y las maderas nobles de su mansión. Cada día era idéntico al anterior, una sinfonía de perfección y previsibilidad que, a sus treinta y cinco años, comenzaba a sonar como un réquiem silencioso.
Era la imagen quintaesencial del éxito: alto, con una silueta esculpida por años de gimnasio privado, y un porte que irradiaba autoridad en cualquier sala de juntas, desde Bangkok hasta Ginebra. Su traje, invariablemente de Savile Row o Milán, caía con una precisión que desafiaba la gravedad, y sus ojos, de un marrón profundo e inquisitivo, raramente traicionaban emoción alguna, más allá de la calma calculadora del ejecutivo de alto nivel.
A las 6:30 a.m. se despertaba en su habitación principal de 400 metros cuadrados. No con una alarma estridente, sino con la luz natural filtrada progresivamente por unos estores motorizados, acompañados por una pieza suave de Debussy. A las 6:45 a.m., su mayordomo, el señor Somchai, le entregaba un café Arábica de Indonesia, preparado a 88 grados Celsius exactos. Y a las 7:00 a.m. en punto, se encontraba en el gimnasio privado, machacando sus músculos por treinta minutos antes de una ducha de contraste que le devolvía a la realidad de su día.
Su esposa, Sofía, era una joya de la sociedad. Hija de un barón industrial, se había casado con William diez años atrás. La suya fue una unión genuinamente apasionada al principio, una fusión de dos imperios y dos corazones que latían al unísono con la ambición y el deseo. Pero la ambición era un monstruo que devoraba la pasión. Con los años, su romance se había transformado en una sociedad anónima: pulcra, rentable, pero desprovista de calor. Compartían una cama king-size, pero rara vez el mismo sueño. Se comunicaban a través de notas breves de la agenda social y profesional: "¿Cena con los Park?", "Donación a la Ópera". La intimidad se había reemplazado por el protocolo.
Esa mañana, William se deslizó en su Bentley negro mate, que lo esperaba con el motor en marcha y la temperatura interior calibrada a 21 grados. Mientras su chofer navegaba por las calles impolutas del distrito de Sathorn, William revisaba documentos. La monotonía era tan espesa que podía cortarla.
Llegó a la sede de Vachiravichanont Holdings, un rascacielos de cristal y acero que dominaba la ciudad, un testamento de su poder. Pasó las siguientes diez horas en un ciclo de reuniones incesantes sobre fusiones, adquisiciones y la gestión de activos por valor de miles de millones. Era el rey de su castillo financiero, pero cada victoria le dejaba un sabor a ceniza, una certeza de que ya no había desafíos reales, solo variaciones sobre el mismo tema.
A las 7:30 p.m., el día de trabajo de William concluyó, no porque estuviera cansado, sino porque su agenda dictaba que debía asistir a un evento de caridad organizado por Sofía. Se cambió en su oficina a otro traje de noche, igual de impecable.
—Señor —dijo su asistente con la voz baja y respetuosa—, hay un cambio de ruta. La avenida Phrom Phong está cerrada por un incidente. Tendremos que tomar el antiguo camino a través de los distritos de clase trabajadora, cerca del mercado de Khlong Toei.
William frunció el ceño. Odiaba los desvíos. La idea de adentrarse en ese laberinto de caos, donde la gente vivía a gritos y los olores eran una mezcla de especias, aceite frito y humedad, le resultaba profundamente desagradable. Era el mundo que él y sus pares se esforzaban por ignorar, la mugre que acechaba en los bordes de su esfera dorada.
—Muy bien, Somchai. Procure que no haya retrasos.
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El Bentley, con sus ventanas polarizadas y su aislamiento acústico, se convirtió en una burbuja de silencio y aire acondicionado, flotando a través de un río de motocicletas ruidosas, vendedores ambulantes y edificios de ladrillo desgastado que desafiaban la arquitectura. La luz de neón barata y cruda contrastaba brutalmente con la luz cálida y matizada del interior de su coche. William se sintió expuesto y ligeramente ansioso, como un animal de zoológico transportado a la jungla.
Fue entonces cuando ocurrió.
El coche se detuvo abruptamente. William, que estaba revisando un balance, levantó la cabeza con irritación.
—¿Qué sucede, Somchai?
—Mil disculpas, señor. Hay un... un joven bloqueando la calle. Parece que está pintando algo en el muro de esa antigua fábrica.
William miró por la ventana, abriendo un poco el cristal tintado, permitiendo que un chorro de aire caliente, el olor a pintura en spray y comida de la calle invadieran el habitáculo.
Allí, con la espalda hacia él, estaba Est.
Est era un estudio en negligencia y desafío. Llevaba unos pantalones cargo holgados, salpicados de colores, una camiseta negra deshilachada que le dejaba al descubierto unos brazos delgados pero musculosos, y el pelo oscuro y rizado, despeinado por el esfuerzo. Estaba completamente absorto en su trabajo, ajeno al tráfico que se había acumulado detrás, al rugido impaciente de un camión de reparto, y a la presencia de un Bentley valorado en lo que él ganaría en cien años.
Est estaba terminando un gigantesco graffiti en el muro descascarado. No era una simple firma, sino un mural caótico y vibrante: un dragón de colores psicodélicos que escupía fuego sobre un logo corporativo ridículamente estilizado. Era feo, era agresivo, era arte puro y desordenado.
William observó cómo Est retrocedía un paso, se ponía las manos en las caderas y admiraba su obra con una sonrisa de pura satisfacción, antes de sacar un último bote de pintura roja brillante.
—Somchai —ordenó William, con un tono que no admitía réplica—. Hágale saber que está obstruyendo la vía. Tenemos un compromiso.
Somchai, con su traje de chofer perfectamente planchado, salió del Bentley. Se acercó a Est con la diplomacia gélida de su clase.
—Disculpe —dijo Somchai en voz alta, pero respetuosa—. Necesitamos pasar. Le ruego retire sus pertenencias.
Est ni siquiera se molestó en girarse. Mantuvo su mirada fija en su mural y agitó el bote de pintura.
—Tú y tu lata con ruedas tendréis que esperar —contestó Est con una voz que era una mezcla de tierra, insolencia y diversión—. Estoy en medio de una conversación profunda con este muro.
Somchai se puso visiblemente rígido.
—Caballero, le recuerdo que está cometiendo vandalismo en propiedad privada y bloqueando una calle principal. Le ruego coopere o llamaré a las autoridades.
Finalmente, Est se giró.
La mirada de William se clavó en él. Est era más bajo que William, pero su presencia era eléctrica. Sus ojos eran claros, casi transparentes, y refulgían con una inteligencia callejera y un descaro que William nunca había presenciado en persona. Est no solo no tenía modales, no tenía respeto por nada que William representaba, y lo llevaba como una insignia.
Tenía una sonrisa amplia, casi infantil, que era al mismo tiempo totalmente seductora y profundamente molesta.
Est se acercó a Somchai, que retrocedió involuntariamente ante la proximidad de la camisa manchada de pintura y la energía caótica del chico.
—¿Llamar a los polis? —Est se rió entre dientes, sin un ápice de miedo—. Por favor, Somchai. ¿Quieres que la prensa vea a tu amo, el gran William Vachiravichanont, atrapado en un tugurio por culpa de un poco de pintura? No arruines tu noche de caridad, hombre. Además... —Est hizo un gesto hacia el dragón con el bote de pintura—. Esto es un regalo para esta mierda de barrio. No me lo agradezcas.
William no había oído su nombre mencionado con tal desprecio, familiaridad y absoluta indiferencia en años. La forma en que Est había pronunciado "William Vachiravichanont" era una burla.
En ese instante, William hizo algo que no hacía casi nunca: actuó sin pensar. Abrió la puerta del coche con un golpe seco, interrumpiendo la tensa interacción, y se puso de pie en el asfalto. El traje de tres mil dólares se veía absurdamente fuera de lugar contra el fondo de la miseria urbana y el graffiti psicodélico.
William se acercó a Est, mirándolo desde arriba. Su voz era baja, entrenada para sonar como el hierro frío.
—Joven —comenzó William—. Usted es un delincuente. Mueva sus cosas y dese prisa. O le prometo que el coste de su arresto será la menor de sus preocupaciones.
Est levantó la vista. Su sonrisa no decayó, pero un destello de algo más afilado, una picardía peligrosa, apareció en sus ojos. Hizo una reverencia exagerada y burlona.
—Vaya, vaya. El jefe sale a jugar. ¿Viene a castigarme, señor Vachiravichanont? ¿Me va a enseñar cómo se hace el dinero de verdad?
Est se mordió el labio inferior mientras evaluaba a William de pies a cabeza. Estiró una mano y, con el dedo índice sucio de pintura roja, tocó el impecable tejido de la solapa de William, dejando una mancha carmesí en el gris carbón.
William sintió una oleada de ira tan primitiva que le hizo jadear. Era la primera vez en años que alguien se atrevía a faltarle al respeto de esa manera, a marcarlo.
—¡Lávate las manos, basura!
Est no se inmutó. La risa ahora era ruidosa.
—¿Basura? Quizás. Pero mira lo que la basura le hizo a tu traje impoluto, jefe. Un recordatorio: no todo en la vida es tan limpio como tus libros de contabilidad.
Est se encogió de hombros, recogió sus botes de pintura y se deslizó por un callejón oscuro con la agilidad de un gato. Desapareció en un instante, llevándose consigo el caos, el olor a pintura y la rabia contenida de William.
William se quedó allí, inmóvil, mirando el callejón vacío y la mancha roja en su solapa. Somchai se acercó de inmediato con una toallita húmeda.
—¡Señor, lo siento! ¡Permítame limpiarlo!
—No —dijo William en voz baja, deteniendo a Somchai con un gesto.
Miró la mancha. No era solo pintura; era una marca, un sello de ese encuentro fugaz y violento.
Subió al Bentley, que ahora parecía más un ataúd móvil que nunca. Se recostó en el cuero, sintiendo la rabia disminuir, siendo reemplazada por algo mucho más peligroso: una curiosidad febril.
Durante todo el camino hacia el evento de caridad, William no pensó en las fusiones, ni en Sofía, ni en la agenda. Solo pensó en Est, el chico que no tenía nada, que se atrevió a pintarle la vida de rojo, y que había desaparecido con la misma facilidad con la que había aparecido.
Por primera vez en mucho tiempo, William sintió que su corazón no latía al ritmo de un metrónomo corporativo, sino a la velocidad imprudente de un motor que acababa de ser encendido. La perfección de su vida ahora le parecía una ilusión endeble, y la mancha roja en su traje, un signo de interrogación urgente.
—Somchai —susurró William.
—¿Señor?
—Mañana por la mañana. Necesito saber quién es ese chico. El del graffiti. Nombre, paradero. Todo.
El juego, aunque William aún no lo sabía, había comenzado.
